Altar

Fue un domingo por la noche cuando F* dejó de hablar su propio idioma. Salió de trabajar sin ningún problema, como de costumbre, y se fue al bar al que iba todos los domingos desde hacía más de diez años. Se sentó en su taburete favorito y pidió una cerveza, como siempre, mas al decir las dos palabras la camarera se sonrió. Puesta la bebida, ella dijo:

- ¿Qué has dicho?

A lo cual él respondió, con perfecta y clara pronunciación:

- No he dicho nada, sólo te pedí la cerveza!
- No sabía que hablases chino! Qué curioso!
- Pero qué chino? ¡¿Qué dices?!

F*, que en realidad hablaba chino pero no se daba cuenta, aumentaba la confusión queriendo averiguar el porqué de la tomadura de pelo de la que era objeto. Finalmente, acabó por cansarse y se fue a sentar a una mesa apartada, creyendo aún que todo era una especie de broma que le estaban gastando. Dos horas después dormía plácidamente en su cama, hablando mentalmente y sin saberlo, en chino.

Una hora después, en Qinghai, un monje eremita saludaba al amanecer desde un escarpado pico de unas perdidas montañas. Dichas las oraciones, se dirigió al pequeño altar que había fabricado muchos años atrás; sobre una gran losa de piedra cubierta por una destartalada techumbre, había un sinnúmero de pequeños guijarros, cada uno un mineral diferente, dispuestos de forma aparentemente aleatoria. Sólo uno de ellos destacaba, pues no tenía contacto con nigún otro. Pirita. Era un guijarro ensimismado.

El monje descendió unos metros por entre las rocas, la cabeza gacha y el gesto atento, y así estuvo unos minutos haciendo el cabrón, hasta que divisó una piedrecita interesante. Recogió sus ropajes para poder agacharse y tomó con sumo cuidado el mineral informe. Escrutó sus irregularidades y vió que estaba bien, así que lo llevó al altar, y puso el nuevo guijarro en el lugar en que estaba la pirita.

La bruma comenzaba a disiparse en el valle.